LA VIRTUD CRISTIANA DE LA HUMILDAD

Quizá sea la humildad uno de los temas más difíciles de tratar. Ni el propio santo Tomás de Aquino, tan claro en la exposición de otras virtudes, logra una definición satisfactoria de la misma (cf. Suma de Teología II-II, q. 161). ¿Cómo llegar a ser humilde?

Humildad. Fotografía de un grupo de pensamientos morados y blancos

Una falsa concepción de la humildad

Con frecuencia se piensa que la humildad es virtud de los pobres. Quien pide, tiene que ser humilde, te dicen. Pero, ¿acaso no tiene que ser humilde quien da? ¿Quién está más obligado a ser humilde, el que da o el que recibe? ¿Quien ocupa el último lugar o aquel que debiera dar ejemplo? Cierto es que difícilmente conoce la humildad quien no ha conocido la humillación. Pero ojo, porque para esta virtud es especialmente necesario el ejemplo. Humillar a alguien deliberadamente para que alcance la humildad no es una opción.

Humildad no es servilismo

Y es que la humildad no tiene nada que ver con el servilismo. El servil se humilla para obtener beneficios o evitar problemas. Puede esperar una limosna, un trabajo o escalar en consideración y beneficios. Pero no pensemos en la actitud exagerada del adulador. El servilismo toma con frecuencia formas más sutiles, como la de quien se finge obediente. Esto no es infrecuente en la Iglesia. Una imagen humilde y obediente puede esconder un corazón soberbio, acomodaticio o ambicioso.

Muchas veces la obediencia no es fruto de la humildad, sino de la comodidad, de la cobardía o del deseo de agradar. Si no quieres tener problemas, no pienses por ti mismo. Puede ser también un modo de ganar voluntades. Si obtienes la confianza de quien puede cambiar tu futuro, el futuro es tuyo.

Ciertas formas muy sofisticadas de hipocresía son difíciles de detectar. Ahora bien, determinadas actitudes tienen su origen en ciertas exigencias de sometimiento que nada tienen que ver con la verdadera libertad de los hijos de Dios.

Humildad no es dar un perfil bajo

Damos un perfil bajo cuando decidimos pasar desapercibidos. Lo hacemos mostrando únicamente aquellas habilidades que nos igualan con los demás. Esto no es virtud, sino estrategia que puede estar justificada. La sociedad es como un coro. Cuando cantas en un coro, lo que procede es que empastes tu voz con la de los demás. Pero esto no es humildad, sino sentido común. Cuando estamos con los demás, conviene no desafinar.

Ahora bien, a menudo las comunidades cristianas dan un perfil muy bajo. Esto no tiene nada que ver con aquello que dijo san Pablo: «No hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza» (1 Cor 1,26). No es este el perfil bajo del que estamos hablando. Se trata más bien de preguntarnos si nos estamos poniendo de perfil ante la necesidad que el mundo tiene de Dios.

La humildad no es falta de energía y mucho menos cobardía. Tampoco es pasar desapercibidos, cuando deberíamos estar en primera línea. Hacer todo lo que nos dicen no es obediencia, sino espíritu gregario. La obediencia exige discernimiento. Y el discernimiento requiere una intensa vida de oración. No son humildes, sino incrédulos, aquellos que olvidan que la Iglesia es un pueblo de sacerdotes, reyes y profetas.

Observemos la conversación de Jesús con el Sumo Sacerdote (cf. Jn 18,20-23). Jesús es respetuoso, pero no se calla. Fijémonos en la bofetada que da a Jesús uno de los guardias. El guardia reacciona ante lo que considera una insolencia por parte de Jesús. Son muchos, también hoy en día, quienes confunden humildad con respeto humano. Jesús se calla ante Herodes, pero no se calla ante el Sumo Sacerdote. La humildad exige discernimiento. La humildad es obedecer a Dios antes que a los hombres y, para eso, no existen recetas.

Cómo llegar a ser humilde

Humilde. Foto de un grupo de gorriones. Gentileza de Margarita Lazcano

Después de haber reflexionado acerca de lo que la humildad no es, preciso es reconocer que la inteligencia no alcanza lo que es la humildad. Muchos seres humanos son a diario humillados o viven en continua humillación. Esto es algo muy real. Pero la verdadera humildad solo la alcanzó aquel que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Fil 2,6). Resumiendo, solamente Jesús fue verdaderamente humilde. Solamente Dios puede ser humilde.

El pecado original fue pecado de desobediencia y de soberbia. El hombre quiso hacerse igual a Dios. Solo que el hombre no tenía ni idea de la verdadera grandeza de Dios. Tuvo que venir Jesús a mostrarnos el verdadero rostro de Dios en humildad y obediencia. Adentrémonos, pues, en la Sagrada Escritura al objeto de vislumbrar, siquiera un poco, lo que Dios nos ha revelado.

Comenzaremos por el Antiguo Testamento, antes de dejarnos interpelar por Jesús.

La humildad en el Antiguo Testamento

La fe de Israel es histórica. Es decir, se manifiesta como reconocimiento y gratitud por las obras de Dios con su pueblo. Cuando el pueblo judío quiere expresar quién es Dios no utiliza términos metafísicos. El judío sabe que puede confiar en Dios, porque Dios no le ha fallado a lo largo de la historia.

Reconocimiento del poder de Dios

Hablar de Dios es hablar de sus maravillas. Decir que Dios es omnipotente puede parecer lo mismo que decir que Dios lo puede todo. Pero el matiz cambia totalmente el sentido. De nada sirve creer que Dios sea omnipotente, si no estamos seguros de su amor hacia nosotros.

«No temas, gusano de Jacob, resto de Israel; yo te he auxiliado, dice el Señor: y tu redentor es el Santo de Israel»

Isaías 41,14 (Biblia de Scio)

Así expresa el profeta Isaías la omnipotencia de Dios. Esta omnipotencia tiene como contrapartida el reconocimiento de la propia pequeñez. Es una humillación que no humilla, sino que engrandece. Una pobreza que enriquece y una dependencia que es liberación.

Esto es ser humilde. Confiar en el poder de Dios y saber que estamos completamente en sus manos. La verdadera humildad llena el corazón de gozo y desborda en acción de gracias al Señor.

«Te alabaré, Señor, de todo mi corazón; porque has escuchado las palabras de mi boca. Adoraré hacia tu santo templo, y alabaré a tu nombre, por tu misericordia y tu verdad. En cualquier día que te invocare, escúchame; multiplicarás en mi alma la fortaleza. Que el Señor es excelso y mira las cosas bajas; y conoce de lejos las altas. Si anduviere en medio de la tribulación, me vivificarás. Extendiste tu mano y me salvó tu derecha. Señor, tu misericordia es eterna, no desdeñes las obras de tus manos.

Salmo 137, 1ab. 2ab. 3. 6. 7ac. 8bc. (Biblia de Scio)

Humildad y pobreza

Humildad. Foto de un polluelo de gorrión recién nacido

Reconocer el poder de Dios es lo mismo que reconocer que, sin Dios, no podemos hacer nada. Es sabernos pobres ante Dios. Es el reconocimiento de los propios límites, es sabernos creaturas.

A través de su historia, el pueblo de Israel fue aprendiendo a confiar solamente en Dios. El Antiguo Testamento abunda en esta pedagogía. Cuando los israelitas confiaban en sus fuerzas, Dios los abandonaba a su suerte y eran devastados. Así ocurrió cuando el Reino de Israel fue destruido por Asiria (cf. 2 Re 17,1-6) y cuando el destierro de Judá a Babilonia (cf. Jer 19,3-5; 20,4-5).

Ejemplo de esta confianza es el relato en el que Israel venció a Amalec (cf. Ex 17,11), y cuando Yahweh mandó a Gedeón reducir su ejército:

Y dijo el Señor a Gedeón: «Mucho pueblo hay contigo, Madián no será entregado en tus manos, porque no se gloríe contra mí Israel y diga: ‘por mis fuerzas me libré'»

Jue 7,2 (Biblia de Scio)

Todo el Antiguo Testamento es un canto de acción de gracias al poder salvífico de Dios. Humildad y gratitud que se transforman en adoración.

«Señor, tú eres mi Dios, te ensalzaré, y alabaré tu nombre, porque hiciste maravillas. Porque has sido fortaleza para el pobre, fortaleza al menesteroso en su aflicción. Abatirás el orgullo tumultuoso de los extraños, como el bochorno en sequía»

Is 25,1ab. 4a. 5a (Biblia de Scio)

Humildad y corazón contrito

Cuando se habla del pecado del rey David, todos recordamos cómo se acostó con la mujer de Urías el hitita y la forma que tuvo de hacerlo matar. Sin embargo, David cometió un pecado aún más grave. En otra ocasión, David hizo un censo para saber con qué fuerza contaba su ejército (cf. 1 Cro 21). La gravedad de este último pecado está en su falta de fe. Pecado de soberbia. Aquél que, siendo un muchacho, venció a Goliat por el poder de Dios, una vez ungido rey se olvida de que sin Dios no es nada.

David, sin embargo, supo escuchar la voz de los profetas (Natán y Gad respectivamente) y se arrepintió de sus pecados. Tuvo la grandeza de escuchar a quienes afearon su conducta, de modo que su contrición se convirtió en palabra de Dios para nosotros:

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu grande misericordia. Y, según la multitud de tus piedades, borra mi iniquidad. Sacrificio para Dios es el espíritu atribulado. El corazón contrito y humillado no lo despreciarás oh Dios».

Sal 50,3.19 (Biblia de Scio)

Pobreza-humildad-contrición. Es como un trípode en el que Dios se nos revela. El verdaderamente pobre lo espera todo de Dios. Por otra parte, el humilde conoce su insignificancia ante su creador. Ambos caminos llevan a la contrición. Porque la contrición nace de la contemplación de Dios, que es lo contrario de la autocomplacencia. La presencia de Dios es luz que ilumina nuestras sombras.

¡Qué diferencia entre la desesperación de quien se mira a sí mismo y el gozo de quien se ve iluminado por Dios en sus miserias!

La humildad en el Nuevo Testamento

Si en el Antiguo Testamento encontrábamos ya dibujada con rasgos firmes la humildad, la revelación definitiva nos viene por Jesucristo.

Nada hagáis por porfía, ni por vana gloria, sino con humildad, teniendo cada uno por superiores a los otros. No atendiendo cada uno a las cosas que son suyas propias, sino a las de los otros. Y el mismo sentimiento haya en vosotros, que hubo también en Jesucristo. Que siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación el ser él igual a Dios. Sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a semejanza de hombres, y hallado en la condición como hombre. Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Fil 2,3-8 (Biblia de Scio)

Humildad y bienaventuranzas

Jesús pone como modelo a los niños y proclama bienaventurados a los pobres. Jesús es el Mesías de los pobres, que entra en Jerusalén montado en un pollino (cf. Mt 21,5). Se trata de un símbolo, pero es realizado en un momento crucial. Jesús no entra en Jerusalén a caballo, sino en un burro. Proclama bienaventurados a los pobres, no porque vaya a cambiar su suerte, sino porque entrarán en el Reino de los Cielos. Ahora bien, el Reino de los Cielos no es sin más el Cielo. Jesús no nos está invitando a sufrir aquí para ser felices después de la muerte. Lo que está diciendo es que solamente los pobres, concretamente los pobres de espíritu, pueden entender la Buena Nueva.

Solamente quien es humilde, quien se sabe necesitado de Dios, considera Buena noticia que Jesús esté entre nosotros. Para el resto, ya lo sabemos, Jesús es alguien muy molesto. Por eso tuvo que morir en la cruz.

Jesús manso y humilde de corazón

La humildad de Jesús tiene unas características especiales. Porque, cuando nosotros nos reconocemos pecadores, no estamos sino reconociendo nuestra condición. La humildad es en nosotros reconocer nuestra verdad. Nuestra indigencia, nuestras manos vacías, nuestro pecado. Pero la verdad de Jesús es su inocencia y su divinidad.

Algunos gestos de Jesús nos pueden desconcertar. Imaginamos a Jesús rodeado de niños, acariciando enfermos, mirando con amor al desvalido. Pero a lo mejor estamos proyectando una imagen dulzona, y por tanto falsa, de Jesús. A Jesús le vemos alguna vez enfadado, como cuando echó a los mercaderes del templo (cf. Jn 2,14-16). También le vemos displicente, por ejemplo con su madre en las bodas de Caná (cf. Jn 2,4). Francamente desagradable, como con aquella mujer extranjera (cf. Mc 7,25-29). Eso por no hablar de las broncas que se llevaron los escribas y los fariseos.

Y es que las acciones de Jesús están siempre guiadas por la obediencia y el amor a su Padre. Jesús no busca dar una imagen de sí mismo, sino mostrar el rostro del Padre. La humildad de Jesús es, igual que para nosotros, la verdad. Y la verdad es hacer la voluntad de su Padre por encima de todo. Por encima de su propia vida y por encima incluso del éxito de su propia misión.

Jesús es el verdadero Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. Es aquel que se entrega en las manos de Dios hasta el punto de aceptar como voluntad de Dios el fracaso humano de su misión. Esa misma misión que el Padre le había encomendado. El verdadero creyente que puede decir: «todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 7,27).

Humildad y caridad

«Mediante la humildad se conserva la caridad. Nada la extingue más rápidamente que el orgullo»

San Agustín, Exposición de la Carta a los Gálatas, 15

El contexto de esta cita se encuentra en el comentario a Gal 2,11-16. Allí vemos cómo san Pablo recrimina en público a san Pedro. San Agustín elogia la humildad de san Pedro que, lejos de hacer valer su condición de jefe de la Iglesia, corrige al punto su modo de actuar. De este modo, salvó la caridad y nos dio ejemplo.

No está proponiendo san Agustín que la jerarquía de la Iglesia deba ir dando bandazos al ritmo de las opiniones de unos u otros. Tampoco nos dice que la humildad consista en carecer de criterio propio. Si la cosa fuera de esta manera, entonces habría que poner a san Pablo como ejemplo de lo que no se debe hacer. Humildad es la búsqueda de la verdad, y esta verdad no puede estar jamás reñida con la caridad. En definitiva, humildad es defender la verdad sin faltar a la caridad.

Allí donde se juntan la humildad con la caridad, allí resplandece la verdad. Porque es colocarse en disposición de descubrir la verdad sin importar quien la tenga. Es escuchar al otro, sabiendo que siempre es posible aprender de los demás. Es valorar lo que el otro tiene que decirnos.

En realidad no es la humildad la que nos lleva a la caridad, sino que sin la caridad es imposible la humildad. Es la caridad lo que nos permite valorar al otro. Cuando falla la caridad, surge nuestro propio endiosamiento. El creernos superiores a los demás. Porque humildad no es caminar con los ojos bajos, ni es hablar en un susurro, sino que es considerar de verdad a los demás superiores a nosotros mismos (Fil 2,3).

Humildad y seguimiento de Cristo

En sus Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola nos invita a «considerar y advertir» tres maneras de humildad (cf. EE [164 – 167]). Esta propuesta de san Ignacio tiene como objetivo fundamentar la elección que el ejercitante pretende realizar. No se trata pues de un ejercicio piadoso, sino de mostrar nuestra verdad delante del Señor. Después vendrá el cómo, pero ahora, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar?

Tres maneras de humildad

Tres maneras de humildad

Primera y segunda maneras de humildad

La primera manera de humildad es la disposición para no cometer ningún pecado mortal. La segunda manera de humildad va dirigida a evitar todo pecado, incluso venial. De la tercera hablaremos después.

En la primera, san Ignacio comienza diciendo: «así me abaje y me humille». Esta humillación consiste en someterme a la voluntad de Dios al menos lo suficiente como para no pecar mortalmente. Ser humilde no es otra cosa que poner a Dios por encima de mis deseos más bajos.

Es de destacar que, en la segunda manera, no se habla de humillación. Estamos en tal punto que ya no es para nosotros una humillación someternos a la voluntad de Dios. Aquí se habla más bien de una actitud de amor. No me importan las consecuencias que tengan mis acciones, con tal de no ofender a Dios. Ser humilde es aquí poner a Dios por encima de todo lo que me pueda suceder.

Mas detenimiento requiere la tercera manera de humildad, que es la que lleva a la santidad. San Ignacio se cuida de advertir que esta tercera manera incluye las otras dos, pues sabía bien que en la espiritualidad puede haber también mucha búsqueda de uno mismo.

Tercera manera de humildad

Esta tercera manera de humildad tiene por objetivo «imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro Señor» (EE [167]). Esto va mucho más allá del hecho de aceptar los sufrimientos que me puedan sobrevenir como consecuencia del seguimiento. San Ignacio pone en boca del ejercitante una firme determinación: «quiero y elijo». ¿Qué es lo que quiere y elige en este caso el ejercitante? Pues nada menos que más pobreza que riqueza, más oprobios que honores y más desprecio que estima.

Ahora bien, estas humillaciones no son deseadas por sí mismas. Nadie en su sano juicio desea antes ser pobre que no serlo. Y nadie busca ser humillado, despreciado ni considerado como un demente. Nadie busca, ni debería buscar una cruz desencarnada. Es a Cristo a quien deseamos. Estar con Cristo, seguir a Cristo a dondequiera que él vaya. Y sabemos que el camino de Cristo nos lleva hasta la cruz.

Si la segunda manera de humildad nacía del amor, esta tercera manera nace del enamoramiento. No buscar ni desear otra cosa que no sea Cristo. Que Cristo ocupe el centro de nuestra vida. Buscar a Cristo con toda nuestra alma, identificarnos con él. Solamente así seremos humildes de forma perfecta.

San Ignacio nos invita a desear pobreza, porque Cristo fue pobre, no porque la pobreza sea buena por sí misma. Nos invita a desear oprobios, porque Cristo fue lleno de ellos. Y a ser tenidos por vanos y locos por Cristo, eso sí, sin que nosotros demos motivo alguno para ello (cf. Constituciones de la Compañía de Jesús 101).

Humildad y seguimiento en los evangelios

Al llegar a este punto, puede que alguien piense que esto es una excentricidad de san Ignacio, o que aquellos eran otros tiempos. Sin embargo, san Ignacio no dice nada que no podamos encontrar en los evangelios. Si la tercera manera de humildad parece dura, ¿qué diremos del texto de Jn 12,24s?

«En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo, que cae en la tierra, no muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva».

Jn 12,24 (Biblia de Scio)

Morir a nosotros mismos, morir a nuestro amor propio, que es la entrega de la propia vida y no solo de nuestras cosas. Es no tener ya voluntad propia, sino como propia la voluntad de Dios, que eso es ser humilde.

Todavía más claro es el texto de las bienaventuranzas, especialmente las de Lucas (cf. Lc 6,20-23).

«Bienaventurados seréis cuando os aborrecieren los hombres, y os apartaren de sí, y os ultrajaren, y desecharen vuestro nombre como malo por el Hijo del hombre»

Lc 6,22 (Biblia de Scio)

No es posible ser humilde y buscar honores. Y esto incluye la búsqueda de medios humanos para predicar el evangelio. El seguimiento pasa por la cruz, y la evangelización también. Ser humilde es saber que la fe es don de Dios. Ser humilde es saber que el apóstol es un enviado de Dios. Es saber que la eficacia no la dan nuestros méritos, sino la gracia de Dios. Que uno es el que siembra y otro es el que siega (cf. Jn 4,37). La evangelización es obra de Dios en los corazones y ser humilde es sabernos en verdad siervos inútiles (cf. Lc 17,10), pues sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).

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