No hablaremos aquí de la soledad que, con motivos o sin ellos, todos hemos sentido alguna vez. Tampoco tienen aquí su lugar las persecuciones externas que podamos sufrir por el hecho de ser cristianos. La soledad de la que hablamos aquí es ante todo una experiencia interior, fruto directo del encuentro personal con Cristo.
El cristiano sabe que nunca está solo
Por la fe sabemos que no estamos nunca solos. Y no solo lo sabemos por la fe, también lo experimentamos continuamente en nuestra vida. Sales al mundo, y el Señor se te hace continuamente presente. Lo descubres en los pequeños detalles que la vida te regala. Lo sientes continuamente junto a ti. Oyes su voz en cualquier cosa que sucede a tu lado. Y te habla en los hermanos. Lo sientes especialmente en aquellos que rezan de verdad, incluso cuando no están presentes. No existe la soledad para quien vive en el Señor.
Y, sin embargo, la propia fe genera momentos de profunda soledad, desconocidos para quien no cree. Aun siendo el cristianismo una fe comunitaria, se da una soledad que nada ni nadie pueden aliviar.
Estás todo el día en la presencia del Señor, y es justamente cuando te pones en su presencia, cuando te invade la soledad. No porque el Señor oculte su rostro, sino por el temor que se apodera del alma. Es una mezcla de confianza y miedo insuperable. Un estado de profundo gozo y, al mismo tiempo, de ansias de huir. Si tuviéramos que compararlo con alguna otra experiencia, podríamos relacionarlo con el pudor.
Desde luego, no tiene nada que ver con el miedo a «lo que Dios me pueda pedir». Algunas veces las personas imaginamos tremendas renuncias o graves enfermedades, con tal de no dejarnos acariciar por el amor de Dios. Lo que Dios nos pide es siempre fácil, porque siempre va acompañado de la fuerza de su amor.
La soledad del alma en oración
En la intimidad con el Señor estamos solos. No hablo de ese entrar y salir que muchas veces practicamos en la oración. Hablo de esos momentos que Dios nos regala en los que se apodera de nuestro ser. Son en cierto modo una experiencia de muerte. Encuentro con Dios en total desnudez. Es el encuentro en el fondo del alma, allí donde nadie llega. Ni siquiera el orante. Solamente Dios. De ahí la sensación de vértigo. No miedo de Dios, eso nunca. Miedo, más bien, a ver tu interior. Vergüenza de tu desnudez, de tus manos vacías ante el Señor.
Es esa soledad que sientes cuando estás ante tu Hacedor. Sabes que «él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades» (Sal 103,3). Lo sabes y lo sientes. Lo experimentas y eso te llena de paz y de gratitud. Y, sin embargo, la tentación es la de salir huyendo. Anhelamos sumergirnos en Dios y, entonces parece como si nos faltase el aire. El alma busca recuperar sus seguridades y la imaginación vuela a la superficie.
Cuando Dios te busca, sientes la necesidad imperiosa de buscar a los demás. Esto no siempre es fruto de un amor que se desborda. Algunas veces, el ansia misionera nace de la soledad del alma que anhela a Dios, pero tiene miedo de un encuentro sin mediaciones. En la relación con los demás siempre tienes el control, aunque sea parcial. En las manos de Dios el abandono no puede ser sino total. No importa lo que Dios te pida. A lo mejor no te pide nada. Lo que quiere ante todo es que te dejes amar por él. Que seas humilde y te alegres de saber que, con Dios, siempre vas a estar en deuda.
Soledad del cristiano y comunidad cristiana
Al hablar de la soledad del cristiano, no podemos olvidarnos de la Iglesia. Porque no parece que un buen cristiano pueda sentirse solo en la Iglesia. Ahora bien, ¿qué es la Iglesia?
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. No pertenecemos a la Iglesia por compartir gustos o aficiones. Desde luego, no por compartir ideología. Ni siquiera ideales. En la Iglesia tampoco compartimos edad o estado civil. Dentro de la Iglesia cabemos todos, por mucho que les pese a algunos. Esto es maravilloso, pero imposible sin la gracia de Dios. Por otra parte, debemos tener presente que el enemigo va siempre a sembrar cizaña (cf. Mt 13,24-30). No solo discordia, que también. Sino sobre todo engaño, intenciones espurias. No hacen daño a la Iglesia quienes nos critican desde fuera, sino quienes nos adulteran desde dentro.
Por eso, no debería escandalizarnos la existencia de conflictos en la Iglesia. Conflictos, incomprensión y, en ocasiones, la peor soledad que se puede sufrir. Basta con leer las vidas de algunos santos, para entender a qué me refiero. El camino del seguimiento lleva directo a la cruz. Si en el camino del Evangelio se te abren todas las puertas, haz examen de conciencia (cf. Lc 6,26).
Aunque, si se te cierran, puede que no sea por seguir a Cristo. Tal vez sea por tus pecados que los demás te rechazan. De modo que pide perdón a Dios de todos modos. Y entrégate en sus manos. Porque el triunfo de Dios no tiene nada que ver con lo que en el mundo se entiende por tal.
Miedo al silencio
La soledad del alma en oración no es una experiencia mística, ni tampoco tentación infrecuente. Es más bien experiencia común, aunque tome formas diversas. ¿Te has preguntado por qué tienes tantas cosas que hacer cuando te pones a rezar? Eso si es que te pones. Comienzas a leer un texto y entonces el Señor te obsequia con un fogonazo de su luz. Pero para ti es más importante enterarte de cómo termina el texto. Tendemos a pensar que es pereza, pero en la mayoría de los casos es miedo.
Lo mismo podemos decir de la experiencia de soledad en la Iglesia. Leemos la vida de los santos y podemos pensar que eso es para almas privilegiadas. Pero, en realidad, en cuanto te pones en marcha, comienzan los problemas. De todas formas, no es de esto de lo que quiero hablar ahora.
Hay una soledad en la Iglesia que no es infligida por los demás, sino que tiene su origen en el propio seguimiento. Y es que cada uno tiene su camino. La Iglesia no es un autobús en el que te subes y que te lleven. En la Iglesia cada uno tiene su lugar y nadie puede decirte cuál es el tuyo. Dios te llama por tu nombre, y nadie puede responder por ti. En ocasiones admirarás a alguien y querrás seguir sus pasos, pero ese no será tu camino. Otras veces pedirás consejo y te darán ánimos, pero nadie te va a decir lo que tienes que hacer. Entonces tendrás que aprender a ponerte en las manos del Señor y dejarte llevar por él. Sólo por él.
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