EL ESPÍRITU SANTO EN EL NUEVO TESTAMENTO

Se aproxima la fiesta de Pentecostés y este es un buen momento para encontrarnos con el Espíritu Santo, para conocerle un poco mejor. A lo largo de todo el tiempo pascual, hemos recibido el consuelo del Resucitado. A partir de Pentecostés comienza el llamado tiempo ordinario. Que el nombre no nos confunda. El tiempo ordinario es el tiempo del Espíritu Santo, el tiempo de la Iglesia. Tiempo para la esperanza, nuestro tiempo.

El Espíritu Santo

Tres son los posibles enfoques desde los que se puede hablar del Espíritu Santo. Desde la teología trinitaria, desde la teología sacramental y desde la Sagrada Escritura. He elegido esta última perspectiva, porque es seguramente la que nos muestra con mayor claridad la especificidad del Espíritu Santo. También es la que nos acerca al Espíritu Santo de modo más intuitivo. Escuchando lo que Jesús dice del Espíritu Santo, acercándonos a lo que los discípulos vivieron. Y, todo esto, «como si presente me hallase», que diría san Ignacio de Loyola [EE 114].

El Espíritu Santo en la concepción y nacimiento de Jesús

«Pondré mi Espíritu sobre él» (Mt 12,18; cf. Is 42,1). En nuestros oídos resuenan las palabras de Jesús: «yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). La identidad entre Jesús y el Espíritu Santo no aparece de forma tan explícita, pero tiene una característica singular. El Espíritu presente en Jesús parece ser «contagioso».

El Espíritu Santo. La anunciación- cuadro de Murillo
La anunciación – cuadro de Bartolomé Esteban Murillo

Tanto Mateo como Lucas, los únicos evangelios que narran la infancia de Jesús, dicen que Jesús nació de una virgen llamada María y que «lo concebido en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20; cf. Lc 1,35). No de Dios, ni del Padre, sino del Espíritu Santo.

A partir de ahí, el Espíritu se derrama. Cuando María va a visitar a su prima Isabel, «la criatura saltó de gozo en su seno» (Lc 1,41). Este gozo es la alegría del Espíritu que alcanzó a Juan ya antes de nacer. De hecho, esta presencia del Espíritu Santo en Juan ya había sido anunciada en Lc 1,15. Pero no sólo Juan, sino también Isabel «quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,41). Más tarde también Zacarías, su padre, «quedó lleno del Espíritu Santo» (Lc 1,67) y profetizó que el Mesías ya había llegado.

También Simón, «movido por el Espíritu, vino al Templo» (Lc 2,27). porque le había sido prometido que «no vería la muerte antes de haber visto al Mesías» (Lc 2,26).

El Espíritu Santo revela las cosas de Dios y se comunica de persona a persona, haciendo que sus hijos se reconozcan entre sí. Lucas ha mostrado esto de una forma muy gráfica. No es sólo Juan el bautista quien salta de gozo ante la presencia de Jesús. Cuando Jesús aún no podía comunicarse al modo humano, el Espíritu ya estaba haciendo su labor entre aquellos que esperaban su venida.

El Espíritu Santo al inicio de la vida pública de Jesús

El Espíritu Santo. Bautismo de Jesús, cuadro de Bartolomé Esteban Murillo que está en la catedral de Sevilla
Bautismo de Jesús. Cuadro de Murillo

Los cuatro evangelistas testifican la presencia del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús en el Jordán. San Juan bautista había dicho: «Yo os bautizo con agua para conversión, pero aquel que viene detrás de mí (…) Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego» (Mt 3,11 y paralelos). Jesús recibe de manos de Juan este bautismo con agua y desciende sobre él el Espíritu en forma de paloma (cf. Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22; Jn 1,33). Acostumbramos entender este pasaje como la revelación de Jesús como Hijo de Dios, como el Mesías. Pero, ¿no nos recuerda esto el modo como los primeros cristianos eran bautizados en agua y en el Espíritu Santo según testimonio del mismo Juan bautista? (cf. Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Jn 1,33).

A continuación, «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán» (Lc 4,1). El bautismo de Juan era «con agua para conversión». No es de extrañar que Juan tratara de impedírselo. La respuesta de Jesús da a entender que Jesús está cumpliendo los designios de Dios. El momento del bautismo es manifestación. Manifestación pública de que Jesús es el Hijo de Dios, pero manifestación también para el propio Jesús. No de su ser de Hijo, pero sí de que había llegado el momento de darse a conocer.

Lleno del Espíritu Santo, Jesús fue conducido al desierto por este mismo Espíritu. Allí pasará cuarenta días completos de ayuno y oración. Y allí será tentado. Es el momento del discernimiento y de la prueba. Discernimiento y prueba reales, como real fue todo en la vida de Jesús. Debilitado en su cuerpo por el ayuno, pero lleno del Espíritu Santo, Jesús vence las tentaciones.

La acción del Espíritu Santo en las obras de Jesús de Nazaret

Pocos son los textos evangélicos que atribuyen abiertamente las acciones de Jesús al poder del Espíritu Santo. Nos detendremos en un texto de Mateo que es particularmente explícito (cf. Mt 12,22-32). Acababa Jesús de curar a un endemoniado ciego y mudo. La gente admirada comenzaba a preguntarse si Jesús no sería el Hijo de David, es decir, el Mesías. Esto debió de sacar de quicio a los fariseos, porque al oírlo dijeron: «Este no expulsa los demonios más que por el poder de Belzebú, Príncipe de los demonios».

La respuesta de Jesús consta de tres partes.

En primer lugar, Jesús demuestra que la acusación de los fariseos es absurda. No tiene ningún sentido que el Príncipe de los demonios haga la guerra contra sí mismo.

Por otra parte, el oficio de exorcista estaba muy bien visto entre los judíos en tiempos de Jesús. Más aún, estos exorcistas trabajaban para la sinagoga, de modo que eran «hijos» de los fariseos. Hoy diríamos que eran «primos hermanos». ¿Por qué aceptar los exorcismos de estos judíos y acusar a Jesús de actuar en nombre de Satanás?

Finalmente, Jesús utiliza el argumento definitivo, si no para los fariseos, sí al menos para la gente que se planteaba creer en él: «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios«. Es decir, si yo actúo por la fuerza del Espíritu Santo, entonces hay lugar para la esperanza. Este último argumento vale para todas las acciones de Jesús.

Pecado contra el Espíritu Santo

A propósito de la polémica anterior, afirma Jesús que la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada (cf. Mt 12,31-32; Mc 3,29). Lucas también narra este pasaje (cf. Lc 12,10), aunque el contexto es más genérico.

Si el pasaje anterior ya era difícil de entender, más lo son estos dos versículos (Mt 12,31-32). Que Jesús diga que hay un pecado que no será perdonado resulta difícil de encajar con su predicación.

Pero será san Agustín quien nos haga ver la mayor dificultad (Sermón 71). Si el pecado contra el Espíritu Santo no se perdona, «¿qué será, entonces, de los que pretende conquistar la Iglesia?» (Serm 71,5). La Iglesia estaría engañando con falsas promesas tanto a paganos como a judíos y herejes (Serm 71,6). San Agustín defiende que el pecado al que se refieren tanto Mateo como Marcos y Lucas no es cualquier ofensa contra el Espíritu Santo, sino el rechazo del don de Dios (Serm 71,19-20). Este pecado no se perdona ni en esta vida ni en la otra, en tanto en cuanto se mantenga dicho rechazo. El límite del tiempo lo marca lógicamente la muerte (Serm 71,21-22).

¿Por qué dice Jesús que no se perdonará el pecado contra el Espíritu Santo? Jesús hace una afirmación general, pero está reaccionando ante un hecho muy concreto. Los fariseos acaban de atribuir a Belzebú un milagro de Jesús realizado por la fuerza del Espíritu. Ese es el pecado que cierra las puertas del Reino de Dios. Porque cierra toda posibilidad a la conversión. No la incredulidad, sino la mala fe. El rechazo al Espíritu, es rechazo al don de Dios que mueve nuestros corazones al arrepentimiento. Y, sin arrepentimiento, no puede haber perdón.

Movidos por el Espíritu Santo

El Espíritu Santo. Composición fotográfica

Ya habíamos visto que Jesús había sido conducido al desierto por el Espíritu Santo (cf. Lc 4,1). Poco después Lucas nos dice: «Jesús volvió por la fuerza del Espíritu a Galilea» (Lc 4,14). Pero no solo Jesús. Felipe se acerca al carro en el que iba el ministro de Candaces, movido por el Espíritu Santo (cf. Hech 8,29). Es este mismo Espíritu quien arrebata a Felipe, una vez bautizado el etíope (cf. Hech 8,39).

Es también el Espíritu Santo quien avisa a Pedro de que habían venido tres hombres a buscarle para llevarle a casa de Cornelio (cf. Hech 10,19). Este mismo Espíritu le dice que no tenga reparos en irse con ellos (cf. Hech 11,12).

El Espíritu Santo ordena separar a Bernabé y a Saulo para enviarlos a una misión (cf. Hech 13,2). Ambos discípulos, enviados por el Espíritu Santo se ponen en camino hasta Chipre, y de ahí a Salamina (cf. Hech 13,4). Los discípulos que habitaban en Tiro, movidos por el Espíritu Santo, le dicen a Pablo que no viaje a Jerusalén (cf. Hech 21,4).

¿Qué quiere decir Lucas cuando afirma que Jesús, Felipe, Bernabé o Saulo fueron como empujados por la fuerza del Espíritu? Dejarse llevar por el Espíritu es una cosa muy diferente de dejarse llevar por las circunstancias. Esto no es tan obvio como pudiera parecer. Hay dos formas de no dejarse llevar por el Espíritu. Tenemos siempre la tentación de tomar la iniciativa con criterios humanos. Pero ir reaccionando de forma coyuntural es también tentación. Lejos de la estrategia y de la defensa del statu quo, la acción del Espíritu es valiente y siempre da fruto. Supone un firme contacto con la realidad, pero no para asumirla como irremediable, sino para discernir la voluntad de Dios en cada momento.

El Testimonio del Espíritu Santo

No solo lugares, sino también hechos y palabras. Los tres Sinópticos recogen el consejo que Jesús da a sus discípulos para el momento de la prueba. Les dice que no se preocupen de su defensa «pues el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que conviene decir» (Lc 12,12; cf. Mt 10,20; Mc 13,11). Con esta frase les está diciendo dos cosas. En primer lugar les está infundiendo paz. Acaba de decirles que no tengan miedo, que su vida está en manos de Dios (cf. Lc 12,4-6). Pero les está diciendo también otra cosa muy importante. Que el Espíritu Santo hablará por ellos cuando tengan que dar testimonio de Jesús.

Esto fue lo que sucedió con Pedro. Apresados Pedro y Juan, fueron interrogados por las autoridades de Israel. «Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo (…)» (cf. Hech 4,8-12). Los pontífices y el resto de personalidades que estaban presentes admiraron la valentía de Pedro y Juan. Se sorprendieron por su forma de hablar «comprendiendo que eran hombres sin letras e ignorantes». Ciertamente, esa valentía y esa seguridad en el hablar no nacía de ellos, sino que era fruto del Espíritu Santo.

En el caso de Esteban, el Espíritu le llevó a dar testimonio hasta la muerte. Acusado de blasfemia, es interrogado por el Sanedrín (cf. Hech 6,11). Esteban responde con un largo discurso (cf. Hech 7,1-53). Los judíos estaban rabiosos, pero contenidos. Y es cuando el Espíritu Santo inunda a Esteban que la situación explota y se lanzan contra él para apedrearlo (cf. Hech 7,55-58).

Encontramos otra situación algo diferente cuando Elimas el mago intentó sabotear la predicación del Evangelio. Entonces «Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en él los ojos, dijo (…)» (cf. Hech 13,8-12). Pablo es movido por el Espíritu Santo para enfrentarse a Elimas.

El don del Espíritu Santo y la resurrección de Cristo

No podemos eludir la dificultad de un texto del cuarto evangelista. «Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). ¿Cómo pueden interpretarse estas palabras de Juan?. Muchas personas fueron llenas del Espíritu Santo antes de que Jesús resucitase. También en el Antiguo Testamento. El texto no pondría en cuestión la divinidad del Espíritu Santo, pero parece contradictorio con el resto de la Escritura. Veamos qué nos dice san Agustín.

Agustín ve la dificultad. No quiere decir que no existiese el Espíritu de Dios -nos dice- sino que no estaba todavía en los que habían creído en Jesús. La diferencia estaría en que, después de la resurrección de Cristo, el modo de su presencia es diferente. San Agustín se refiere al don de lenguas y eso le crea una nueva dificultad. ¿Si ahora no hay don de lenguas significa que no hay Espíritu? La respuesta de nuestro autor es genial. Ahora no hace falta que un solo cristiano hable todas las lenguas, porque ya se hablan todas ellas en la Iglesia extendida por todo el mundo (cf. Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 32,6-7).

Pero, ¿es realmente el don de lenguas lo que caracteriza la presencia del Espíritu en la primitiva Iglesia? Ciertamente es lo más llamativo, pero no lo más importante. Objetivamente puede decirse que al don de lenguas se le dedica relativamente poca atención en el Nuevo Testamento. ¿Cómo es la presencia del Espíritu Santo en la primitiva Iglesia? ¿Cuál es la diferencia con lo que habíamos visto hasta entonces? Antes de la resurrección de Jesús, algunas personas fueron llenas del Espíritu Santo. La novedad es que, a partir de la resurrección, el Espíritu Santo se derrama sobre todos aquellos que creen en Cristo.

Todo cristiano es templo del Espíritu Santo

Alguien puede pensar que eso sucedió en tiempos de los Apóstoles, y que es cosa del pasado. Las apariencias parecen avalar esta opinión. Sin embargo, las palabras de Jesús continúan siendo válidas. Si los padres siempre saben dar cosas buenas a sus hijos, «¡cuánto más el Padre dará el Espíritu Santo desde el cielo a quienes se lo pidan!» (Lc 11,13). Tal vez no lo pedimos lo suficiente, o no nos consideramos dignos. O, sencillamente, nos falta fe.

Pero la realidad es que, sin Espíritu Santo, no es posible la vida cristiana. Puede haber una ética, podemos adherir a una doctrina, pero no hay vida cristiana. De hecho, el Espíritu Santo ya no es patrimonio de unos pocos elegidos, porque todos fuimos elegidos. Todos los bautizados. Que nadie piense tampoco que el Espíritu Santo es solo para algunos dentro de la Iglesia. Todos los cristianos, por nuestro bautismo, somos templos del Espíritu Santo (1 Cor 3,16; 6,19). Más aún, «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ese tal no es de él» (Rm 8,9). El Espíritu es uno solo, el Espíritu de Cristo es el Espíritu Santo.

No se puede ser cristiano si el Espíritu Santo no está con nosotros. Porque «ninguno puede exclamar «Jesús es el Señor», si no es en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). De la misma manera, también reconocemos al Padre por medio del Espíritu: «Y, porque sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ‘Abba Padre!'» (Gal 4,6). Toda afirmación de fe nacida del corazón es fruto del Espíritu.

Ser cristiano es permanecer en Cristo. El Espíritu es nuestro garante. «En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros, en que nos ha dado su Espíritu» (1 Jn 4,13).

Espíritu Santo y libertad cristiana

Sabemos que san Pablo, apóstol de los gentiles, tuvo serias diferencias con los llamados judaizantes. Los judaizantes eran cristianos provenientes del judaísmo. Ellos pensaban que el cumplimiento de la Ley judía era requisito imprescindible para ser cristiano. San Pablo dedica dos epístolas (Romanos y Gálatas) a demostrar que la salvación viene por la fe en Cristo y no por el cumplimiento de la Ley (Torah). Pregunta Pablo a los Gálatas: «Quisiera saber de vosotros esto solo: si recibisteis el Espíritu por obra de la ley o por la palabra de la fe» (Gal 3,2).

Esta discusión que nos puede parecer superada, es en realidad una constante en la Iglesia. Más aún, si cabe, en nuestros días. Porque el ser humano busca seguridades y nunca terminamos de comprender que la salvación es don gratuito.

Dice así san Pablo: «porque la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2). Esto no quiere decir que el cristiano pueda hacer cualquier cosa que se le ocurra. Muy al contrario. Lo que significa es que el cristiano está sometido a la ley del Espíritu. Y, ¿qué ley es esa? Es la ley del amor en Cristo Jesús. No hablo de obras humanas, aunque sean buenas. No por nuestros méritos, sino por los méritos de Cristo hemos sido redimidos.

Cuando el cristiano se sabe indigente delante de Dios y lo espera todo de él, entonces es libre. La confianza total en Dios es lo único que nos hace libres. Porque dejamos de aferrarnos a nuestras pequeñas seguridades. Porque se abre nuestra mente y nuestro espíritu. Y entonces perdemos el miedo y dejamos actuar al Espíritu Santo, como vemos que le sucedió a san Pedro (cf. Hech 4,8).

El Espíritu Santo. Foto de un amanecer

El gozo del Espíritu Santo

La presencia del Espíritu Santo produce en nosotros una intensa alegría, un gozo incomparable con ninguna otra experiencia. Esto sucede, por ejemplo con Juan el bautista aún dentro del seno de su madre (cf. Lc 1,41). Si bien el texto puede ofrecer ciertas dudas, pues es Isabel la que queda llena del Espíritu Santo.

Mucho más claro es Lucas cuando dice que «Jesús se estremeció de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Las palabras que Jesús pronuncia en ese estado de alegría intensa, nos proporcionan valiosa información. Porque Jesús se alegra al conocer que el Padre ha revelado los misterios del Reino de Dios a los pequeños. A la gente sencilla como eran los discípulos. No es un arrobo místico, es la alegría al ver la acción del Padre en el corazón de los discípulos.

Es el mismo Lucas quien nos dice que las Iglesias «estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo» (Hech 9,31). El término consolación tiene aquí un sentido equivalente a gozo. La Iglesia crecía desde el gozo del Espíritu Santo. Porque es así como crece la Iglesia. No con una alegría impostada, pero tampoco desde la obligación impuesta desde fuera. Solo quienes han descubierto la alegría del Espíritu pueden dar testimonio de que lo que viven es verdad.

Por su parte Pablo dice: «Porque el Reino de Dios no consiste en comida ni bebida, sino en justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). Lo de la comida y la bebida recuerda que los judíos esperaban el Reino de Dios como un banquete. No un banquete, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Porque la acción del Espíritu es siempre en gozo. «Gozo del Espíritu Santo«, incluso en medio de la tribulación (cf. 1 Tes 1,6).

La verdadera oración es fruto del Espíritu Santo

La verdadera oración es fruto del Espíritu Santo. Manos orando

Varios son los textos neotestamentarios que hablan de la oración en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3; Gal 4,6; Ef 6,18; Judas 20), pero vamos a detenernos en uno solo. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm 8,26-27).

«El que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu«. El Padre escucha al Espíritu que habita en nosotros. No son nuestras palabras, sino el anhelo de nuestro corazón, lo que el Padre escucha. Lo que deseamos de verdad cuando nos ponemos en su presencia. Y eso que deseamos cuando no le ocultamos nada, eso no nace de nosotros, sino del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien ora en el cristiano, en todo cristiano.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza«. San Pablo está hablando de la experiencia común del cristiano. Tratamos de ponernos en la presencia del Señor en oración. Y puede venir la duda. No hablo de duda de fe, sino ante nuestra propia insignificancia. Por eso es tan importante la humildad, que no es otra cosa que la verdad. A Dios no le podemos engañar. Y es entonces cuando el Espíritu ora en nosotros. El Espíritu intercede por nosotros «con gemidos inefables». No se puede explicar. Y tampoco se puede aprehender. Sabes que está ahí, porque se nota. Instantes de luz interior. Y entonces sabes que tu oración será escuchada, porque no es tuya. Sabes que el Padre te lo ha concedido antes de que se lo pidas, porque en realidad es él quien lo desea.

Derramaré mi Espíritu sobre toda carne

«Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (Hech 2,17; cf. Joel 3,1-2). Siempre hubo Espíritu, pero ahora se derrama sobre todos. El propio Pedro se ve desbordado. Estaba hablando a un grupo de gentiles cuando «cayó» sobre ellos el Espíritu Santo (cf. Hech 10,44). Entonces dijo: «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hech 10,47). Son numerosos los testimonios que encontramos en el libro de Hechos. Bautismo de agua y efusión del Espíritu Santo son inseparables, aunque no constituyan un momento único.

También hoy continúa derramándose el Espíritu Santo sobre toda carne. Pero continúan siendo proféticas las palabras de Pablo: «No apaguéis el Espíritu» (1 Tes 5,19). Porque siempre existe el riesgo de «despreciar las profecías» (1 Tes 5,20). Ante esto, «examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,21). La vida en el Espíritu exige discernimiento y eso requiere una intensa vida de oración.

Jesús sigue prometiendo: «no os dejaré solos» (Jn 14,18). El Espíritu Santo «os lo enseñará todo» (Jn 14,26). Como había profetizado Jeremías: «después de aquellos días, pondré mi Ley en su interior, y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31,33).

Porque allí donde alguien descubre el don de Dios, allí está el Espíritu Santo. Y donde arde el corazón de los creyentes en amor a Dios, ahí está el Espíritu Santo. Porque la Iglesia no es una institución, sino un cuerpo vivo. El Espíritu Santo no es el asesor de la Iglesia, sino su alma desde el interior de cada uno de nosotros. Por eso, el Espíritu Santo crece en la Iglesia en la medida en que crece en cada cristiano. Y se comunica de unos a otros, como lo hace el fuego. Una llama que no se comunica, se extingue.

Fuego que se derrama. Foto de un volcán

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4 comentarios en “EL ESPÍRITU SANTO EN EL NUEVO TESTAMENTO”

  1. Susana Alves da Motta

    Muito bom o artigo. Fiquei com vontade de compartilhar com todos os catequistas que têm dificuldade de tratar do tema. Fico muito feliz por poder contunuar a receber tuas aulas. Muito obrigada, Maria.

      1. María Ángeles Navarro Girón

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