¡Ven Señor Jesús! Nos dicen que preparemos nuestra alma para recibir al Señor que ya llega. Pero, ¿cómo podríamos preparar nuestra alma antes de que él llegue? De poco sirve que demos una barrida a nuestra casa para recibir a tan ilustre huésped. Porque, «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 126,1). Dejemos que el Señor entre, no tratemos de dar una buena imagen, porque fingir que somos justos es tarea inútil frente a él (cf. Mt 10,26). Y entreguémonos en sus manos. Solo entonces podrá el Señor echar fuera nuestra inmundicia y hacer de ella su morada. ¿De verdad estamos dispuestos a perder el control de nuestras vidas? ¿Le dejaremos entrar para que haga con nosotros lo que quiera?
¡Ven Señor Jesús!

Ven Señor Jesús. Hágase en mí según tu palabra
«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Esta frase que san Lucas consigna en su evangelio como dicha por María en la Anunciación, llena de sentido nuestro deseo de que venga el Señor. Porque, ¿qué estamos en realidad pidiendo cuando decimos: «¡Ven Señor Jesús!».
Lo que los primitivos cristianos pedían era la segunda venida de Cristo. Es decir, el fin del mundo y de la historia, el triunfo definitivo de Cristo. Los primitivos cristianos anhelaban esta segunda venida, que ellos imaginaban muy próxima. Pero, ¿qué pedimos nosotros? ¿Que llegue pronto el fin de nuestros días (nuestro particular fin del mundo)? ¿Que podamos celebrar cuanto antes la Navidad? ¿O que venga a nosotros el Reino de Dios?
Si pedimos al Señor que venga a nosotros, es para pedirle que reine en medio de nosotros. Es decir, para caer, como María, rendidos a sus pies.
Porque nosotros sabemos que Jesús ya está en medio nuestro. Y sabemos también que ya ha triunfado del pecado y de la muerte. Por eso le pedimos que nos haga humildes y obedientes. Que nos conceda la gracia de dejarle entrar en nosotros. Que le dejemos crecer en nosotros para darle a luz en nuestros corazones y en nuestras vidas. Le pedimos que el Espíritu nos dé la fuerza para poder entregarle nuestra voluntad sin reservas, para decir de verdad: «¡Hágase!».
Ven Señor Jesús. Proclama mi alma la grandeza del Señor
Cuando alguien dice: «¡Hágase en mí según tu palabra!», y lo dice de verdad, lo que viene a continuación es una alegría inmensa. Es el gozo que Dios pone en el corazón de aquellos a quienes llama. Es libertad y es necesidad al mismo tiempo. Cuando Dios manda, podemos desobedecer y eso es el pecado. Pero cuando Dios dice: «te quiero a ti», entonces penetra en el ser humano de tal forma que es imposible decir que no. Porque no toma forma de mandato, sino de deseo que no se puede acallar.
Y entonces el gozo se desborda en gratitud. Solamente desde esta gratitud se puede rezar con verdad el Magníficat. Lo demás son palabras huecas. Que Dios nos conceda que, en este Adviento, podamos proclamar con verdad la grandeza del Señor. Y que se alegre nuestro espíritu en Dios nuestro Salvador.
¡Ven Señor Jesús!