CONVERSIÓN CRISTIANA. «Convertíos y creed la Buena Nueva» (Mc 1,15)

Conversión es sinónimo de transformación. Quien se convierte, se transforma en algo que antes no era. Ahora bien, en qué consista la conversión depende en gran manera de la situación inicial de quien se convierte.

Tres situaciones desde las cuales entender la conversión

En función de dicha situación inicial, en el cristianismo la conversión puede ser entendida básicamente de tres formas diferentes.

Conversión como incorporación a Cristo

conversión. Dibujo de pila bautismal

Si la persona de la que hablamos no era cristiana, la conversión consiste en la aceptación de la fe y su posterior incorporación a la Iglesia por medio del sacramento del Bautismo. No es por casualidad que en estos casos se hable expresamente de conversos. Éste es el sentido que en sus orígenes tenía la palabra conversión.

Conversión como vuelta a la vida cristiana

conversión. Fotografía de un confesionariio

Otro caso diferente es la de aquellos que, después de haber sido incorporados a la Iglesia por el bautismo, pecan gravemente de forma continuada. Hablar de continuidad y no simplemente de actos pecaminosos tiene su importancia. En la vida de una persona, un solo acto puede marcar un antes y un después. Sin embargo, es la continuidad lo que va modelando nuestro modo de ser. Por eso, para hablar propiamente de conversión -y no solo de arrepentimiento- es importante que la situación pecaminosa tenga alguna forma de carácter permanente.

Las situaciones que pueden darse son de muy diversa índole, aunque seguramente el caso paradigmático es el del abandono consciente de la fe, y no sólo de cierta práctica. En este caso la conversión, más allá del aspecto sacramental, supone necesariamente, no sólo un arrepentimiento sincero, sino también un largo camino de regreso, más allá de la práctica pastoral que la Iglesia pueda adoptar. Porque las heridas de la vida dejan huellas profundas en el corazón y es muy difícil recuperar la confianza una vez perdida.

La conversión como tarea de todos los cristianos

conversión. Fotografía de la ceniza

Más difícil de abordar es el tercer modo de entender la conversión y en él nos centraremos. La Iglesia nos enseña que todos sin excepción estamos llamados a la conversión. ¿Qué significa entonces la conversión para aquellos cristianos que no han perdido la fe, que no han abandonado las prácticas religiosas y que tratan de guiar su vida con unos criterios morales iluminados desde la fe?

Conversión desde la mediocridad

En este último caso nos encontramos con una primera dificultad. Según la definición de conversión, parece que el convertido debería transformarse en algo que antes no era. Ahora bien, si todos necesitamos conversión y la conversión es una transformación radical… entonces la conversión no puede ser entendida de forma exclusivamente individual sino que implica a toda la Iglesia.

Y aquí nos encontramos la primera paradoja. Porque la llamada de Dios es a todos y cada uno de nosotros de forma individual. Pero si esa conversión debe ser una transformación radical del ser humano (individual) y todos estamos llamados a ella, eso significa que la Iglesia entera está llamada a esa conversión, a esa transformación radical. Esto coloca a esta tercera clase de conversos en una situación complicada dentro de la Iglesia, cosa que puede comprobarse leyendo la vida de los santos.

La conversión no tiene nada que ver con la corrección de faltas

Convertirse no es evitar esos pecados recurrentes con los que cada cual lleva toda su vida luchando con mayor o menor éxito.

El que tiene mal genio, hará bien en dulcificar su trato con los demás. Si a alguien se le pegan las sábanas por la mañana, hará bien en levantarse aunque no le apetezca. Y si alguien está siempre pensando mal de los demás, no estará de más que se mire al espejo de vez en cuando. Pero la conversión es algo que no puede quedarse en aspectos de nuestra personalidad, sino que abarca a la persona entera.

La conversión no consiste en perfeccionar nuestra personalidad. Esto es obra de la educación –no confundir educación con urbanidad- y es tarea de toda la vida para cualquier ser humano, sean cuales sean sus creencias. Madurar como ser humano es algo muy conveniente, pero la conversión es otra cosa.

Convertirse no es cambiar cosas, sino cambiar uno mismo y hacerlo, además, de forma radical. Esta radicalidad comienza justamente por sacar a la propia persona del centro de su propia atención. Arrancarla de raíz de sus seguridades.

Fotografía de un hombre besándose en un espejo

Quien busca su propia perfección, lo hace mirando hacia sí mismo. Podría decirse, incluso, que está más lejos de la conversión que quien se busca a sí mismo de manera más burda pues, en su sutileza, está bruñendo una falsa seguridad que le blinda ante lo radicalmente nuevo. Esto puede verse claramente reflejado en los evangelios. De qué formas tan distintas fue recibido el mensaje de Jesús por sus contemporáneos. La parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 8,9-14) ilustra perfectamente lo que quiero decir.

La conversión no será nunca obra nuestra

Nadie puede cambiarse a sí mismo. Podemos cambiar cosas nuestras, pero la transformación en algo diferente de lo que somos no puede ser nunca obra nuestra. Filosóficamente es imposible, puesto que, en el momento del cambio, habría desaparecido el sujeto. Y teológicamente sabemos que tampoco es posible, porque todo lo que somos y tenemos es obra de Dios. «¿Quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida?» (Mt 6,27).

De ahí que, amonestar a los fieles para que se conviertan, es tarea inútil.  Más aún si no se concreta en qué consiste esta conversión, ni cómo puede ser llevada a cabo.

Tarea de la Iglesia es más bien crear las condiciones necesarias para la conversión. Por ejemplo, ofreciendo ejercicios espirituales en los que el núcleo central sea la oración personal –y no las charlas- de modo que cada uno tenga la oportunidad de encontrarse a solas con Cristo. Y, sobre todo, viviendo aquello que se predica.

En cualquier caso, la conversión no es algo que uno consigue con su esfuerzo, sino algo que Dios concede a quien quiere. Siempre sin mérito de nuestra parte, algunas veces incluso sin buscarlo (cf. Hech 9,1ss; 1 Cor 15,8) lo que no quita para que lo pidamos insistentemente en la oración.

Convertíos y creed en el Evangelio

Jesús comienza su predicación diciendo: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Este mandato de Jesús es tan claro que puede resultar equívoco, si no lo situamos en su contexto.

Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán y, a continuación, va al desierto donde permanece cuarenta días. A su vuelta va a Galilea –su tierra- y comienza a predicar diciendo que se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca.

Jesús está predicando a judíos creyentes y les está diciendo que está a punto de cumplirse aquello que la Escritura había anunciado y que ellos llevaban mucho tiempo esperando. El mensaje de Jesús es Buena nueva (=Evangelio) porque, por fin, Dios va a cumplir sus promesas y va a llegar el tan ansiado Reino de Dios.

Lo que ocurre es que, cuando las cosas que anhelamos tardan demasiado en llegar, nos acomodamos y acontece con frecuencia que perdemos el interés. Es un mecanismo de defensa el resignarse ante la adversidad, de tal modo que el ser humano puede llegar a preferir “lo malo conocido que lo bueno por conocer”.

Jesús dice: “¡Convertíos!”, pero no hace ninguna referencia a los pecados de los presentes, ni siquiera de forma genérica. Nosotros esperaríamos que, tras este llamamiento, viniera una reprimenda. Pero Jesús no hace ningún reproche, ni siquiera dice: “creed en Dios”. Lo que dice es: “creed en la buena noticia”. Por eso, el imperativo “convertíos” hay que leerlo a la luz de la buena noticia y no al revés.

La conversión como seguimiento

En los versículos siguientes se nos relata la invitación que Jesús va haciendo a algunos hombres (Simón y Andrés; Santiago y Juan). Jesús no habla de sus pecados, ni siquiera para perdonarles. Tampoco les dice que vaya a hacer de ellos mejores personas. De hecho, los evangelios no tienen ningún reparo en poner en evidencia la torpeza e incluso la ambición de los apóstoles.

Solamente les invita a seguirle. Y les dice que hará de ellos “pescadores de hombres”, es decir, que ellos llamarán a otros del mismo modo que Jesús les llamó a ellos.

La motivación para seguir a Jesús no viene de la obligación moral, sino del descubrimiento de algo nuevo e ilusionante. En esto consiste la conversión: en creer que el mensaje de Jesús es una buena noticia. Dejar todo para seguir a Jesús es la consecuencia.

La Buena nueva del Reino de Dios

Quien sigue a Jesús no lo hace por ningún tipo de dependencia. Cualquiera puede decir que habla en nombre de Jesús y prometernos una vida dichosa –aquí o en el más allá- si le seguimos. La propia institución eclesial no está exenta de esta tentación.

conversión. Dibujo de un pirata que acaba de encontrar un tesoro

Lo que Jesús ofrece es algo por lo cual merece la pena dejarlo todo. Recordemos las parábolas del Reino (cf. Mt 13). En particular la del tesoro escondido (cf. Mt 13,44). Cuando alguien encuentra un tesoro… cuando lo encuentra… Porque dejarlo todo no es el fin, sino únicamente el medio. Cuando alguien descubre lo que vale la pena, se olvida de lo que no vale la pena. Y lo que vale la pena se descubre en la vida, no en los discursos.

En el Nuevo Testamento no se nos dice lo que es el Reino de Dios. Los judíos estaban muy familiarizados con los escritos proféticos en los que se anunciaba su venida. El Reino de Dios es, literalmente, el reinado de Dios. Es decir, una realidad en la que se hará patente el triunfo de Dios, en la que los hombres respetarán la ley de Dios. El profeta Isaías es particularmente explícito al describir este Reino (cf.  por ejemplo Is 25).

Fotografía de un gatito

El Reino de Dios es promesa de salvación para los débiles, lo cual tiene consecuencias –no directamente buscadas- para los poderosos. Yahweh es un Dios que escucha las súplicas de los débiles y se pone siempre de su parte. Los salmos son muy explícitos en este sentido.

La conversión al Reino de Dios

En este contexto, la conversión es formar parte de este Reino de Dios, ponerse de parte de Dios, de un Dios que –en nuestras relaciones humanas- no es nunca neutral. De un Dios que escucha las súplicas de quienes no tienen otro valedor.

La conversión consiste en entrar a formar parte del Reino de Dios. Es importante insistir en que el Reino de Dios no se hace, sino que se acoge. El Reino de Dios no es una ética, sino un regalo. Precisamente ése es el espíritu de las Bienaventuranzas.

El Reino de Dios es promesa de salvación. Una salvación no condicionada. La única condición es creer, abandonar las seguridades humanas para poner la confianza en Dios.

Una nueva forma de relacionarnos

El Reino de Dios es regalo comunitario. La nueva realidad surge cuando las personas crean entre sí nuevas relaciones no marcadas por el dominio y el abuso. Eso no es obra humana, y tampoco puede recibirse en solitario, aunque la mirada nueva sí que es algo totalmente personal.

El Reino de Dios pasa desapercibido. Dios está en las cosas pequeñas, Elías descubrió a Dios, no en el huracán, ni en el fuego, sino en el susurro de la brisa (cf. 1 Re 19,11-13). La verdadera conversión es la conversión del corazón. A los humanos nos gustan las transformaciones espectaculares, pero la conversión es obra de Dios. Dios pone amor en nuestro corazón y limpieza en nuestra mirada. Por nuestra parte, y como solía decir san Ignacio de Loyola, somos “todo impedimento”.

Aún así, el Reino de Dios es contagioso (cf. Mt 13,33). Por eso, no debería preocuparnos tanto recuperar a quienes han abandonado la Iglesia, cuanto recuperar el gozo de sabernos hijos de Dios.

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2 comentarios en “CONVERSIÓN CRISTIANA. «Convertíos y creed la Buena Nueva» (Mc 1,15)”

  1. Muchísimas gracias por esta preciosidad de artículo. Me ha ayudado muchísimo en mi curso de retiro. Ha sido todo un descubrimiento encontrar este blog.

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