ESPIRITUALIDAD CRISTIANA Y ECOLOGÍA. A propósito de la encíclica «Laudato si» de Francisco I

Espiritualidad cristiana y ecología

Espiritualidad cristiana y ecología

Espiritualidad cristiana y ecología. ¿Qué relación existe entre ambas? La respuesta es doble. Por un lado, es evidente que la fe en un Dios creador nos lleva a amar la naturaleza. Como obra suya que es, no podemos sino dar a Dios gracias por ella. Por otro lado, la Iglesia nunca ha visto con buenos ojos por ejemplo el amor a los animales. La teología católica ha encumbrado al hombre en oposición a la naturaleza. Como si la redención fuera un acto excluyente. Cometiendo el error de plantearse la relación del hombre con la naturaleza como si se tratase de dos realidades independientes. Por eso, es tan importante el giro que ha dado el Papa Francisco con su encíclica «Laudato si».

En ella, el Papa nos dice que, en la naturaleza, todo está interrelacionado. Los seres humanos –a pesar de nuestra especificidad- no estamos fuera de la naturaleza, sino que formamos parte de ella. El cuidado de la naturaleza, la justicia hacia los pobres y la paz interior son realidades inseparables. Utilizar la naturaleza como objeto de uso y dominio lleva consigo la exclusión de los pobres y nuestro propio empobrecimiento humano y espiritual. Por otra parte, los cristianos tenemos una ineludible obligación hacia la creación y sabemos, además, que Cristo, por su resurrección, envuelve misteriosamente todas las cosas y las orienta a un futuro de plenitud.
Estas tres realidades forman un círculo que se opone a la «cultura del descarte» (números 16, 22, 43 y 123). ¿Qué es la cultura del descarte y por qué dicha cultura está socavando los pilares de la sociedad humana?

La cultura del descarte

Fotografía de un pobre tumbado sobre el suelo
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La cultura del descarte parte de la base de que la naturaleza es ilimitada y el hombre su dueño absoluto. Aquí tenemos ya tres falsedades y no dos como pudiera parecer. En primer lugar, cada vez se hace más evidente que la naturaleza no es ilimitada. Los recursos son finitos y hay que economizarlos. En segundo lugar, tampoco es cierto que el hombre sea el dueño absoluto de la naturaleza. El mandato del Génesis (Gen 1,28) significa el uso y disfrute de todo lo necesario para la vida humana, no su malversación por parte de algunos. Y aquí está la tercera falsedad. Los derechos que teóricamente se proclaman para «todos los seres humanos», son negados sistemáticamente en la práctica. Así, por ejemplo, cuando los telediarios han hablado de «víctimas» por un lado y de «daños colaterales» por otro.

La cultura del descarte es lo opuesto al reciclaje, pero va mucho más allá, convirtiendo TODO en objeto de usar y tirar. Consecuencia de esto son los mares invadidos por las omnipresentes bolsas de plástico. Bolsas que antes se regalaban y ahora te las cobran, pero que se siguen usando igual. O los vidrios que tiras al contenedor correspondiente, pero que a nadie se le ocurre reutilizar. ¿Por qué romperlas en lugar de devolver el casco como se hacía antes? En todo caso continuamos hablando de «cosas». Pero ¿qué pasa con los desaprensivos que abandonan a sus animales? Esto es también cultura del descarte. El perro perdió el olfato o, simplemente, perdió la gracia. Y se le «descarta». De ahí a descartar a la abuela hay sólo un paso. Aunque algo bueno ha tenido la crisis: por la fuerza de la necesidad, muchos están «reciclando» a sus mayores.

África, continente descartado

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Esta forma de vivir que afecta a las personas de forma individual muestra su lado más cruel en las relaciones internacionales. De hecho, África se ha vuelto el continente descartado. Muy poco sabemos de las guerras que ha habido y continúa habiendo en el África subsahariana. Para los mass-media África sencillamente no existe. La sensibilidad que el mercado bursátil muestra desde Tokio hasta Wall Street cuando en el mundo se da la más mínima contingencia contrasta vivamente con su nula reacción ante cualquier atrocidad que pueda suceder en África: las bolsas ni se inmutan.

Sabemos únicamente de los náufragos que cada día llegan a nuestras fronteras. Y, de estos, ni siquiera sabemos sus países de procedencia y mucho menos las razones de su viaje. Damos por hecho que todos lo hacen por motivos económicos. Nadie nos informa y, a decir verdad, esta ignorancia no nos quita el sueño.

Así es que descartamos las bolsas de plástico, descartamos los animales cuando nos hartamos de ellos, descartamos a la gente que no produce –recordemos en qué ha quedado en términos reales la ley de dependencia– y, ya puestos, descartamos a la mayoría de la humanidad.

Espiritualidad cristiana y ecología. La paz interior

Y, ¿cómo encaja todo esto con lo de la paz interior? Cuando la conciencia se adormece, el interior se apacigua y el personal se queda tan oreado. No hay más que ver el desparpajo de algunos a quienes se les debería caer la cara de vergüenza y, en cambio, se permiten el lujo de dar lecciones de decencia por televisión. ¿Cómo relaciona el Papa lo de la paz interior con las otras dos cuestiones? La impresión es que, en la encíclica, este tercer aspecto no está tan trabajado como lo anterior. No obstante, fundamentándome en lo que leemos en el número 225, parece evidente que la paz interior a la que el Papa se refiere va mucho más allá de la tranquilidad de conciencia que da una actuación honesta (o, en su caso, la deshonestidad crónica).

Consolación ignaciana

Aventurando una hipótesis, pienso que la paz de la que habla Francisco I tiene mucho más que ver con el significado que en la espiritualidad ignaciana [1] tiene la palabra «paz» como sinónimo de «consolación» y que está mucho más relacionado con el amor a Dios que con la ausencia de remordimientos.

Esa paz no nace de uno mismo, sino de ver a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Dios. Lo que se opone a esta paz es justamente el deseo irrefrenable (que S. Ignacio llama «afección desordenada«) de poseer algo que de suyo puede ser bueno, pero a lo que nos aferramos de manera irracional.

Espiritualidad cristiana y ecología. La paz interior como fruto de la libertad

La «paz interior» se entendería entonces como fruto de la libertad de quien usa de las cosas sin sentirse dueño de ellas. En este sentido, ciertamente, se cierra el círculo: «respeto a la naturaleza – justicia ante los pobres – paz interior».

Letrero que dice así: "No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él" (Mateo 10,34-36)
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Esta paz interior es el mayor bien que el ser humano puede alcanzar, aquello que le confiere la profundidad de lo verdaderamente humano. No debe ser confundida con el conformismo de quien no aspira a nada, porque no espera nada de la vida. Tampoco es la actitud del vago que sopesa cuánto le costará alcanzar sus metas y decide abandonar. La paz interior es una paz activa, una paz en lucha, una paz frecuentemente perseguida.

En la medida en que perdemos esta paz interior, nuestras relaciones con las cosas y con los demás se vuelven más y más superficiales hasta llegar a incapacitarnos cualquier experiencia verdaderamente humana. Por ejemplo, algo tan genuino -y aparentemente tan cotidiano- como la amistad se queda en mero compadreo cuando no en puro interés.

La paz interior es fruto de un corazón sincero y, en muchos casos, fruto también de la madurez humana (lo que define la verdadera sabiduría, frente a la mera información acumulada). Sin embargo, su culmen, como el culmen de todo lo verdaderamente humano, tiene su fuente en el amor que es regalo de Dios en Cristo resucitado.

 [1] Espiritualidad de san Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús, orden religiosa a la que el Papa pertenece

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Lectura recomendada

Resumen de la encíclica «Laudato si»

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